Terminar con el apartheid educativo
Vivimos momentos convulsos en la construcción de escuelas en las que todos y todas tengamos cabida. Dos historias (una en Málaga y otra en Pontevedra) hacen pensar que hablamos sencillamente de un Apartheid educativo.
No es una exageración decir que atravesamos un momento crítico en nuestras escuelas cuando en dos lugares de nuestra geografía las familias de sendas clases de Educación Primaria hacen huelgas para que sus hijos e hijas no tengan que compartir aula con compañeros por tener discapacidad. Málaga y Pontevedra comparten esta triste realidad, que hace pensar sencillamente en un Apartheid educativo. Quizás el texto que se comparte a continuación contribuya a reflexionar algo más lo que estamos haciendo.
Una de las familias que está poniendo toda la carne en el asador es la de Rubén Calleja. Su padre, Alejandro, describe el proceso en los siguientes términos:
Rubén tiene 15 años y es un adolescente con síndrome de Down. Hasta los 10 estuvo perfectamente adaptado e integrado en el colegio público ordinario en el que estaba estudiando su hermano mayor. Empezó cuarto de Primaria y llegó un profesor nuevo que no le aceptó, y ahí empezó esta historia de lucha para defender su derecho a una educación inclusiva y para defender su dignidad como persona y ser humano. Rubén sufrió en el colegio por parte de algunos profesores rechazo, abandono y maltrato, y la Administración educativa en vez de proteger y defender al menor, calló y le abandonó decretando su segregación y exclusión social a un centro especial al que nunca ha acudido. Toda la comunidad educativa (alumnado, familias y profesorado) sabía lo que estaba sufriendo nuestro hijo por el comportamiento de este profesor-tutor hacia Rubén, y siempre encontramos apoyo y ayuda en los padres y compañeros de Rubén sin excepción, y así quedó demostrado cuando fueron a declarar ante el juez. El profesorado, la dirección del colegio y la Inspección educativa que conocía a Rubén en vez de posicionarse a favor de su integración miraba para otro lado, callaba y consentían el abandono y el maltrato. Se empezó a levantar un muro que fue creciendo y se hizo infranqueable, pues sabiendo de ello solo recibimos ánimo y apoyo individualmente y casi a escondidas. La Administración le negó la posibilidad de estar en su centro, y nosotros nos negamos a llevarlo a un centro de Educación Especial.“Defender su dignidad como persona y ser humano”. A eso tienen que dedicar gran parte de sus energías las familias de personas que, como Rubén, son interpretadas por las instituciones como una cosa: la discapacidad. Inconscientemente, se ven forzadas a recordar una y otra vez su humanidad, incluso a muchos de sus docentes. Personas que pueden aprender (no como las cosas) y de quienes podemos aprender.
Se acaba de celebrar un juicio penal de abandono de familia que nunca se tuvo que haber celebrado. Nos acusa una Fiscalía que no atendió nuestra demanda por maltrato y abandono del docente, cosa que se demostró en sentencia firme. A cambio, nos acusa de abandono, pero hemos salido absueltos.
Rubén sigue su desarrollo personal con normalidad y cada vez más consciente de la realidad que le toca vivir. Nosotros le educamos para la vida, es decir, para que sea lo más autónomo e independiente sin poner límites a sus cualidades y posibilidades.
Para nosotros como padres esta experiencia vital que nunca pensamos que tuviésemos que vivir nos ha hecho más humanos, nos ha unido y nos ha hecho fuertes ante la adversidad. Con Rubén aprendemos todos los días y es una experiencia increíble, pues aunque nosotros demos el cien por cien, Rubén nos devuelve el doscientos por ciento. Nunca viviremos lo suficiente para devolverle lo que nos da (Alejandro Calleja Lucas).
Como bien ha explicado Alejandro, la adversidad para esta familia no es el funcionamiento de su hijo, sino los obstáculos que desde la escuela ponemos a un chico por tener una discapacidad. Una discapacidad que obligamos a reconocer. La resiliencia emerge aquí como modo de reafirmar una identidad que no sea desprovista de humanidad. La escolarización como “situación límite”. Y en esta “lucha” por la humanidad, por la normalización, emerge la resiliencia familiar. Esta se basa en el apoyo mutuo ante la amenaza, el miedo, “la denuncia” con la que tratan de amedrentar aquellos responsables de “lo público” que no consideran a estos niños con derecho de asistir a la escuela común. ¿Por qué este afán de clasificar y separar por parte de la Administración? ¿Para qué este uso de la coacción de los poderes públicos?
Si el equipo educativo “miraba para otro lado, callaba y consentía el abandono y el maltrato”, es por el miedo que tenemos a salir de la norma, a desobedecer el mandato intermedio de las administraciones próximas, que insisten en el seguimiento de disposiciones que están en contraposición de la legislación internacional. Ese miedo –de ahí que el apoyo se haga “casi a escondidas”– acaba por convertirnos en cómplices de una escuela excluyente. No tomar partido es, por tanto, tomar partido por la continuidad de la deshumanización de la persona y de la institución. Dejamos en manos de las familias cualquier lucha por hacer de la escuela un instrumento al servicio de la humanidad. Realidades como estas demandan insistentemente nuestro “compromiso”, no la falsa neutralidad. Alejandro repite insistentemente: “Lo mejor está por venir”, y la educación es siempre esperanza. Sobre demandas como la de esta familia podemos construir una escuela que no solo no deshumanice, sino que devuelva la humanidad que históricamente hemos robado a las personas con la excusa de la discapacidad. Estamos en deuda con ellas.